La casa invisible




Fue una casa invisible, una casa transparente, llana, vacía. Una casa hueca, austera. Pálida y enferma.
Desde el suspiro de esa casa yo, ciega y vidente, palpé al destino y la elegí como quién desea enfrentarse con lo temido.


La casa invisible negó siempre ser habitada. Desde que emergió en lo alto, sus pies fueron pesados, lentos e inmóviles; sus camas no le conciliaron el sueño a aquél que duerme, y aquellas ventanas pertenecientes, extinguieron la luz genuina de un afuera, dejando que el verde inverosímil trepase por las paredes sin sol.

Yo, allí, con mis tres brazos inmóviles y el cuerpo partido en dos partes, interpreté la búsqueda atravesando una luz oscura para verla. Hacia adentro, deseaba caer y encontrarme; encontrar todo lo ello que no fui fuera. Ocupar el lugar reacio de la casa y torcer lo ya predicho.

El todo, lo mío, allí.
Todo, 
una cama vieja y su manta de lana,
una heladera ajena,
mis tres plantas casi secas,
y el mueble celeste, como primer caricia dentro.

Pero de tan invisible, el pesar del habitar observaba las cosas que nunca fueron.
-¡Fuera, fuera! –gritaba.

Sin escuchar, llené con estantes y libros los espacios vacíos; un velador con forma de mundo y aquellos placares antiguos puestos en otro lugar.
Cosas al centro de la casa, ubicadas en un círculo fuera de la casa, todo invisible.
Acostumbrada a no ser y buscando ser allí dentro, me arrojé al infinito triángulo equilátero de verdades. Entré en la casa invisible y me busqué, allí también, invisible. Entré yo, con todas las cosas del mundo, para disponerlas estables e inmóviles.
Pues todas ellas ocuparon el espacio inhabitable para pertenecer a algún mundo, construir mi mundo.

Y la casa era casa, y yo y ella, invisibles.

Tenue y fugaz, me encontraba invadiendo el lugar sin escuchar ni el grito sordo de las puertas, ni a los visitantes nocturnos que venían a inquietarme jugando con mis miedos.
Y puedo suponer que colmé toda evidente invisibilidad.

La forma resplandecía por mi conquista, por la ubicación que le otorgué a las cosas; evadiendo la esencia incomprensible que consumaba su ser en aquello que era.


Sin que el tiempo juntase remordimientos, la casa invisible respiró hondo, sintiendo que aquel suspiro llamaba su naturaleza a ser.
Sin poder detenerse, la casa invisible despertó y buscó con impulso encontrarme allí dentro. Atravesó todas las puertas, las paredes y techos; buscó debajo de las sábanas y dentro de los placares, en cajas vacías y sobres de cartas, intentando explicar su soledad; pero yo no estaba allí. No en ese momento.

Y ciega, llegué.

Al abrir la puerta, la casa se mostró visible y sangrante, y por primera vez pude verla, dolida.
Quería que hablásemos, que me explicara cómo, las razones que no entendía; pero no dejó que me acercase, y duró tan sólo dos instantes de lágrimas su vislumbre.

En medio de la tierra vacía, pude ver como se había llevado todo consigo en ese discurso al cielo. Todo aquello que conformaba mi mundo, todo lo había hecho invisible para mí.

Arrodillada, dejé entonces que el viento se llevara mi cuerpo, mis palabras, mis disculpas; y caí en lo invisible de mi no ser. Me arrojé como semilla que no germina hacia el suelo envejecido y lloré diez mil años luz, desde el corazón del cielo hasta el punto concéntrico de la tierra.